Cada día enfrentamos una sabia e inolvidable dualidad.
Lo tenemos como un nuevo lienzo para escribir bellas historias.
Podemos recomenzar después de las lecciones y pruebas de ayer.
Podemos reinventarnos para seguir un camino de constante evolución si ponemos nuestra voluntad en ello.
Sobre todo, podemos afinar el rumbo en cada nueva etapa hacia nuestro mejor destino.
Es una oportunidad preciosa y única.
Y ese valor es también su gran paradoja.
Cada nuevo día es un regalo fugaz.
Su caducidad se marca cada noche de manera irremediable.
Y al llegar ese vencimiento, nos recuerda el tiempo que ya no nos pertenece.
Nos puede generar nostalgia y a veces frustración.
Pero también nos regala consciencia.
Nos obliga a valorar cada momento para aprovecharlo a plenitud.
Nos obliga a entender que cada jornada es la primera y tal vez la última oportunidad de hacer de nuestras vidas algo significativo y especial.
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